La noche en Valladolid es dura, fría, oscura… La ciudad desierta oculta en una de sus calles a tres caballeros que nerviosos y ateridos por el frío esperan a su presa. A pesar de que la ciudad aloja al gran ejército comunero comandado por Juan de Padilla, ni un solo alma se atreve a cruzar sus calles.
Los hombres vigilan y esperan que aparezca aquel que, una noche a la semana, se atreve a burlar la guardia de la ciudad y visita impunemente a la amada de uno de ellos. Temiendo lo peor, este caballero, espada en mano, espera que hoy sea la noche que de muerte al misterioso visitante.
Pasan las horas y uno de ellos avisa a los demás, pues una sombra cruza la calle, se acerca rápidamente a la casa y se introduce sin dar tiempo a alcanzarle. Los tres caballeros, enfurecidos y deseosos de acabar con el supuesto amante, vuelven a su escondrijo a la espera de que abandone la casa.
Tras una eterna hora, los cerrojos ceden con un chillido y asoma un misterioso galán que cierra la puerta. Los tres hombres corren hacia él, espada en mano y apenas dejan tiempo para que el caballero desenvaine su acero e intente defender su vida. Pese a la lucha desigual, se defiende con honor, pero no tarda en recibir un duro estoque en un costado que le deja maltrecho.
Otro golpe más de uno de los hombres y cae al suelo, desarmado. A punto estaban de dar muerte al hombre, tendido en el suelo, casi inconsciente, cuando una fuerte voz grita que se detenga el combate desde un extremo de la calle.
Era Juan de Padilla, jefe de los Comuneros y por tanto de aquellos tres hombres.
La doncella, alertada por las voces, sale de la casa y encuentra a su hermano tendido en el suelo, y a gritos comienza a suplicar por su vida.
De esta forma, Padilla y los tres hombres supieron que aquel joven herido, aunque perteneciente al ejército del Emperador, era hermano de la doncella, y que venía cada semana a visitar a su anciano padre y hermana. Tras escuchar a la doncella, ordenó que se le curaran las heridas y se le tratara con el mejor esmero ante la habilidad y valentía de éste al cruzar tan intensa guardia establecida en la ciudad castellana.
Pasa el tiempo y la bandera comunera ha sido humillada. Los ejércitos del emperador, triunfantes en tantas tierras de Europa han convertido a Villalar en la tumba de las libertades castellanas.
Muchos soldados valientes murieron allí junto a sus cabecillas Bravo, Padilla y Maldonado, que son decapitados mientras Padilla comentaba:
-Señor Bravo: ayer era dia de pelear como caballero... hoy es dia de morir como cristiano.
También la ciudad de Toledo a partir de 1521 ha sido escenario de sangrientas carnicerías ordenadas por el Emperador Carlos I, poniendo fin a privilegios y derechos del pueblo castellano. Incluso el palacio de Padilla en Toledo ha sido arrasado y su solar sembrado con sal para que nada crezca en él.
La viuda de Padilla, Doña María de Pacheco, apodada “la Leona de Castilla” se ha convertido en la cabecilla de la revuelta toledana y puesta en captura, ha de ocultarse en el Monasterio de Santo Domingo para huir de las tropas imperiales.
Pero la ira del Emperador no se ha calmado, y ordena remover todo Toledo para encontrar a la mujer del comunero que se ha atrevido a desafiarle. Los soldados permanecen ocupando la ciudad y custodian puertas, murallas y puentes para impedir la salida de la valiente mujer.
El trasiego de vecinos, comerciantes, religiosos, mendigos, etc., es el habitual por las puertas de la ciudad: todos entran y salen por la Vega, por la Puerta del Cambrón, y todos son obligados y registrados por la soldadesca.
Un pequeño grupo de soldados vigilaban en uno de estos puestos cuando uno de ellos, se fijó en una mujer de aparente avanzada edad cubierta por completo, incluido su rostro, con un pañuelo y acompañada por un niño. La mujer había mirado a la cara al soldado y éste, sin apenas tiempo para reaccionar, había exhalado una exclamación de sorpresa que alertó a sus compañeros.
¿Qué sucede? Preguntaron los soldados.
Nada, amigos, tan sólo un dolor de unas viejas heridas que recibí en Valladolid… Un médico me dijo que el vino blanco es el mejor remedio para estos dolores, acompañadme pues a por el remedio…
Así los soldados abandonaron momentáneamente su guardia, dispuestos a brindar para evitar los dolores de su compañero.
Aquel soldado, que tan hábilmente había retirado la vigilancia del puesto, era aquel joven caballero a quien Padilla salvó la vida una vez en Valladolid, que había reconocido a la viuda del comunero disfrazada de aldeana y evadiéndose de Toledo.
El soldado imperial recompensaba así las atenciones del comunero ya fallecido, y pagaba una deuda de vida a la memoria del ilustre toledano.
Fuente: http://www.leyendasdetoledo.com//
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